Creo firmemente que un aspecto
pocas veces tocado del problema de la docencia es el docente (no es broma). El
individuo que enseña, la persona que se enfrenta a sus alumnos con la finalidad de enseñar. Uno de los
pilares quebrados del sistema educativo es la formación de los
profesores (en esto es muy probable que el acuerdo sea mayoritario). Los docentes no han sido adiestrados para
enseñar, sólo para transmitir contenidos
que sus alumnos guardan durante un breve período de tiempo (el suficiente para
hacer el examen) y que luego mágicamente olvidan. Tampoco, cuando acceden a la profesión y la
ejercen, la formación mejora. Sin entrar en detalles, sólo hay que echar una
ojeada (incluso bien intencionada) a los Planes de Formación del Profesorado.
Debido a mi trabajo tengo la
oportunidad de realizar observaciones in situ sobre las prácticas docentes.
Para mí, lo más asombroso es que, a pesar de la insatisfacción del profesor y
la insuficiencia respecto a sus alumnos, el docente persiste en sus
rutinas. Un estudio sobre esta cuestión de Peterson y Clark del año 1978 concluye que
la gran mayoría de los maestros sólo piensan en alternativas metodológicas cuando en sus
aulas ocurre algo alarmante. Yo lamento discrepar de tan concienzudo estudio,
pero por mi experiencia estoy en condiciones de afirmar que, al contrario,
cuando sucede algo alarmante en el aula es cuando el docente se agarra con más
fuerza a sus estrategias rutinarias, aunque estas hayan demostrado ser
ineficaces o incluso puedan estar en el origen del problema.
Entonces, ¿de qué estamos
hablando? Parece que, además de a la
nefasta formación pedagógica de nuestros profesores, todo apunta a una
cuestión: a las creencias de los docentes.
Resulta curioso que en el trabajo
de Marchesi sobre las emociones y los valores del profesorado no se
mencione este tema tan crucial. Yo puedo
ser un profesor con graves carencias en mi práctica diaria, pero puedo a la vez
poseer un autoconcepto global positivo, unas emociones aseadas, un compromiso
medio y una confianza en las instituciones que me permite no comportarme como
un antisistema. Pero, aún con esta higiénica situación emocional y ética, mi
aula no funciona y mis alumnos se caen literalmente de las dinámicas diarias. Incluso más, cuando se me proponen
alternativas a este escenario, me cierro en banda y continúo transitando
machaconamente por la senda que me lleva
a mí y a mis alumnos a ninguna parte.
En mi opinión, la razón es que
ese profesor “cree” que su rutina es la menos mala, “cree” que es la que puede
garantizar el aprendizaje a aquellos de
sus alumnos que quieran aprender, “cree”
que son la familia y la sociedad las que
fallan, “cree” que su práctica docente está más allá de modas pedagógicas y de
ocurrencias normativas, “cree” que sus
estrategias de enseñanza son las que han funcionado siempre, “cree” que son sus
alumnos los que no se esfuerzan por aprender, “cree” que la educación ha empeorado, pero también “cree” con mucha fuerza que él no
tienen responsabilidad alguna en esa situación porque “cree” que su grado de
compromiso es muy alto.
Cada una de estas creencias es uno
de los muros infranqueables contra los
que se estrella la necesaria transformación metodológica en los centros
educativos.
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