sábado, 2 de mayo de 2015

La profesión docente: hijos de un dios menor



Creo firmemente que un aspecto pocas veces tocado del problema de la docencia es el docente (no es broma). El individuo que enseña, la persona que se enfrenta a sus alumnos  con la finalidad de enseñar.  Uno de los  pilares quebrados del sistema educativo es la formación de los profesores (en esto es muy probable que el acuerdo sea mayoritario).  Los docentes no han sido adiestrados para enseñar, sólo para transmitir  contenidos que sus alumnos guardan durante un breve período de tiempo (el suficiente para hacer el examen) y que luego mágicamente olvidan.  Tampoco, cuando acceden a la profesión y la ejercen, la formación mejora. Sin entrar en detalles, sólo hay que echar una ojeada (incluso bien intencionada) a los Planes de Formación del Profesorado.

Debido a mi trabajo tengo la oportunidad de realizar observaciones  in situ sobre las prácticas docentes. Para mí, lo más asombroso es que, a pesar de la insatisfacción del profesor y la insuficiencia respecto a sus alumnos, el docente persiste en sus rutinas.  Un estudio sobre esta cuestión  de Peterson y Clark del año 1978 concluye que la gran mayoría de los maestros sólo piensan  en alternativas metodológicas cuando en sus aulas ocurre algo alarmante. Yo lamento discrepar de tan concienzudo estudio, pero por mi experiencia estoy en condiciones de afirmar que, al contrario, cuando sucede algo alarmante en el aula es cuando el docente se agarra con más fuerza a sus estrategias rutinarias, aunque estas hayan demostrado ser ineficaces o incluso puedan estar en el origen del problema.

Entonces, ¿de qué estamos hablando?  Parece que, además de a la nefasta formación pedagógica de nuestros profesores, todo apunta a una cuestión: a las creencias de los docentes.  Resulta curioso que en el trabajo  de Marchesi sobre las emociones y los valores del profesorado no se mencione este tema tan crucial.  Yo puedo ser un profesor con graves carencias en mi práctica diaria, pero puedo a la vez poseer un autoconcepto global positivo, unas emociones aseadas, un compromiso medio y una confianza en las instituciones que me permite no comportarme como un antisistema. Pero, aún con esta higiénica situación emocional y ética, mi aula no funciona y mis alumnos se caen literalmente de las dinámicas diarias.  Incluso más, cuando se me proponen alternativas a este escenario, me cierro en banda y continúo transitando machaconamente por la senda que  me lleva a mí y a mis alumnos a ninguna parte. 

En mi opinión, la razón es que ese profesor “cree” que su rutina es la menos mala, “cree” que es la que puede garantizar el  aprendizaje a aquellos de sus alumnos que quieran aprender,  “cree” que son  la familia y la sociedad las que fallan, “cree” que su práctica docente está más allá de modas pedagógicas y de ocurrencias normativas,  “cree” que sus estrategias de enseñanza son las que han funcionado siempre, “cree” que son sus alumnos los que no se esfuerzan por aprender,  “cree” que la educación ha empeorado, pero  también “cree” con mucha fuerza que él no tienen responsabilidad alguna en esa situación porque “cree” que su grado de compromiso es muy alto. 

Cada una de estas creencias es uno de los  muros infranqueables contra los que se estrella la necesaria transformación metodológica en los centros educativos.

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